No sé en qué momento comencé a preocuparme por mi propia muerte.
Esta pequeña concesión de vida por la que atravieso no hace más que recordarme su tácito vencimiento.
Es casi una obligación contractual tener la habilidad suficiente como para escurrir las horas y procurar mi felicidad. Pasarle colador a lo insignificante de lo importante, evitar postergar, eliminar definitivamente los asuntos pendientes que siempre quedan en la lista.
Ser consciente de que mi muerte llegara en un momento lejano (eso espero) no me basta para aceptarla.
Su enigma, su indescifrable existencia, me angustia.
Me encabrona su poder para alejarme de las personas que amo.
Me inquieta que no exista testimonio del después.
Me preocupa la vulnerabilidad de este cuerpo que llevo como envase.
Vivo en función de saberme muerta algún día.
Una carrera contra el tiempo en cámara lenta.
Una sensación constante de no sentirme libre, como si la libertad estuviera limitada ante la no inmortalidad.
Su inevitable sentencia me perturba.
Soy inquilina de esta vida y de mis espacios.
De los abrazos que me prestaron, y aún me conceden, los que amo.
De los romances que escribieron parte de mi historia.
De una infancia de patines blancos y abuelos sentados bajo el manglar, tan lejana...
Del incondicional amor de mi mamá… y de mi papá. Y del mayor regalo que la vida me ha dado... mi hermosa Sabina de ojos grandes.
Pensar mi propia muerte es tener la oportunidad de exprimir el tiempo que me regale la vida.
Y es también andar consciente de que algún día seré sólo un recuerdo.
Carajo me odio por haber pensado en ello...